...que los caminos se bifurquen en escritura que se bifurca en escritura que se bifurca en escritura que se bifurca... Que el pensamiento se haga red y la red, encuentro...

domingo, 26 de agosto de 2012

El par (por Ignacio Del Campo Iturregui*)



Asunción, 20/11/11


Ahora que estoy en mi lecho de muerte puedo finalmente dar luz a lo que ha hecho mi hermano. Alguno me recordará como un sagaz criminal; otro podrá decir que fui un enfermo psiquiátrico, y ambos no estarán tan equivocados. Confío en que alguien dirá que fui un héroe. Lo cierto es que no creo que haya otro caso como el mío en la historia y es por eso que he decidido compartirlo con el mundo. Alguno intentará imitarme, pero sepan que yo he sido el primero en hacer algo de estas características; si hay en la historia un caso similar, es pura coincidencia y dudo que sea del mismo calibre.
Antes que nada, quisiera enseñarle al lector la carta que me envió mi hermano muchos años atrás. He decidido transcribirla respetando todo lo que él quiso decir, aunque quizás añada algo o la edite un poco, pues en definitiva su voz es ahora la mía.

 [1]Querido Hermano,

Debo pedirte que mantengas en absoluto secreto esta correspondencia, pues las consecuencias de que alguien más que nosotros sepa lo que ocurrió pueden ser fatales. He decidido relatarte lo que ocurrió como si fuera una reflexión personal, como si hablara conmigo mismo pues, en definitiva, hablar contigo es como hablarme en un espejo.
La noche del 22 de este mes me encontraba haciendo guardia en el hospital, como suelo hacer los viernes. Como te he comentado, en estos tiempos los argentinos recurren más a clínicas privadas pues creen que tendrán un mejor servicio (¡Qué bobos!), por tanto no había pacientes que ingresaran. Decidí dar un paseo por las habitaciones del segundo piso, que suelen estar ocupadas por los enfermos terminales que no reciben visitas a menudo. Recordé que en una de las habitaciones estaba postrada una mujer que yo había atendido hacía unos meses; sufría de un raro síndrome autoinmune que le fue paralizando todo el cuerpo. Entré a verla. Al acercarme noté un peculiar brillo en sus claros ojos, una extraña señal; encarcelada en esa prisión que llamamos cuerpo, diluida infinitamente en la materia, su alma hacía un llamado desesperado. Su mirada, sin embargo, transmitía serenidad; su ceño era inexpresivo y lucía una sonrisa débil, de finos y pálidos labios que apenas dejaban ver una simétrica dentadura. Cualquier torpe observador, bajo estos signos, sin dudas creería estar viendo a la más sosegada persona. Pero tú y yo tenemos experiencia con gente paralizada y sabemos que sus caras, al estar petrificadas, no sirven como instrumentos de expresión. La clave siempre está en el par de ojos.
Aquella noche alguien pudo, o no, notarlo. -Alguien -su alma se decía (esto creo yo)-, debe ser capaz de oírme. Ese alguien fui Yo, aunque bien pudieras haber sido Tú. En los ojos de aquella mujer oí su grito ahogado y enseguida comprendí cuál era mi labor.
Al día siguiente convencí a René de que la paciente debía ser trasladada a otra habitación, donde otros no la molestaran. Un enfermero me ayudó a recostarla en la camilla de la nueva habitación; le pedí que nos dejaran solos. La miré a los ojos y le pregunté si hacía lo correcto: sólo pestañeó, o al menos eso creí ver. Con mi mente impávida me dirigí hacia el cuarto de medicamentos del primer piso, listo para enfrentar cualquier eventualidad. El cuarto estaba vacío, como esperaba, y obtuve el frasco de ácido ciandiúrico sin complicaciones. Volví a la habitación y trabé la puerta rápidamente. Sobre la mesa de luz, un florero de cristal trabajado sostenía los cuerpos sin vida de dos claveles rosados. Enseguida se me ocurrió que este sería el cáliz, así que tiré las flores en el baño, me lavé las manos y llené el recipiente hasta la mitad con agua, que sería el vino. Dos gotas del ácido serían el agua. Sabía que una bastaría, pero quería estar seguro de que harían efecto y, además, como sabes, los números pares siempre nos gustaron. Terminada la consagración, me acerqué sigilosamente (no se por qué) y vi que su rictus seguía inmutable. Abrí su boca y noté, no sin sorpresa, que su aliento olía levemente a menta; me recordó al té de peperina de Mamá. Poco a poco, para no ahogarla (¡qué irónico es mi hermano!), vertí la mitad del líquido en su boca. Cuidadosamente había colocado una o dos almohadas detrás de su espalda para que el líquido bajara con facilidad. Consumado el sacramento, llevé el cáliz al baño y me vi en el espejo; descubrí algo raro en mi mirada. Por un instante vi a un demente limpiando las pruebas de su crimen; me pareció que tenía algún parecido con ese doctor prófugo acusado de homicidio en el hospital donde tú trabajabas, que tú me has mencionado por teléfono y que alguna vez mostraron en el noticioso que miro por la mañana[2] Luego entré en razón y me convencí de que estaba haciendo lo correcto. Argüí que tantas horas de trabajo no me estaban haciendo bien y que debía hablar ese mismo día con mi jefe para tratar de reducirlas.
Volví a la habitación y le tomé el pulso: demasiado débil, pero innegable. Me senté a esperar en el sillón que estaba junto a la ventana. Encendí un cigarrillo no sin antes dudar (¡qué estúpido!) de si le molestaría a la mujer. Recuerdo cómo cada bocanada me tranquilizaba un poco más y me confirmaba que estaba haciendo lo correcto. Una cálida brisa agitó delicadamente las cortinas floreadas y fue imposible no acordarme de las de Mamá, de cuando vivía Mamá, de cuando todavía podía hamacarnos en el patio, llevarnos a la escuela y coser por las tardes... de sus días antes de la parálisis. De repente escuché ruidos en el pasillo; arrojé mi cigarrillo por la ventana y le tomé el pulso: no sentí nada. Nuevamente lo intenté. Un silencio apócrifo acompañó la ola helada que recorrió mi cuerpo desde los pies hasta la nuca. Sentí agua en la espalda y mi corazón latía férvidamente. A partir de ese instante el tiempo se tornó inverosímil (¿o quizás ya lo era?); todo ocurría muy lentamente, pero mi nerviosismo y mi ansiedad aumentaban sin control. Dios decidió hacer infinitamente largos esos minutos de tortura. Quizá una parte de mí, arrepentida, quiso castigarme. Observé su cara con atención y descubrí que su mirada angelical ya no estaba; había desaparecido junto a su sonrisa y al extraño brillo de sus ojos; un par lágrimas se secaban al final de su barbilla. Hora de defunción: 2.00 PM. Aterrorizado, huí del hospital, que para aquel momento ya era un laberinto de pasillos y de salas, en una escapada que pareció durar dos o cuatro horas, aunque no debió haber sido más de un par de minutos.
Me dirigí al parque que visito frecuentemente cerca de casa y me senté en el medio de un banco. Abrí mi caja de Marlboro y vi que sólo quedaba un par de cigarrillos. Me debo haber fumado ambos, aunque no lo recuerdo, pero sé que pronto todas las dudas se habían disipado. Lo peor ya había pasado y ahora estaba sereno y conforme con mi accionar. Reconocí cómo, aquella noche, hábilmente supe ver lo que nadie más que nosotros hubiera podido.  Pude liberar un alma de su encierro terrenal y comprendí, en el parque, que había cumplido un rol fundamental en el divino ciclo de las almas. Muchos desearían conducir la barca a través del Aqueronte, pero esa noche fui profusamente más relevante; debía estar orgulloso. Esa alma ahora estaba libre para ocupar el cuerpo de una niña en Bruselas, o de un varón en las selvas de Guatemala o, por qué no, de unos siameses en China, si es que los siameses también comparten el alma. Por un momento me atormentó la idea de que aquella alma pudiera haber ocupado el cuerpo de Mamá (¿te imaginas?) y yo, entonces, sin darme cuenta, fui el guarda de su karma (¿no es análoga la trama acaso?). Para los hindúes algunas historias se repiten en cierto número (par, seguramente) de vidas consecutivas, hasta que el alma puede liberarse de su karma. Algunos físicos, los más implacables, creen que el tiempo es indefectiblemente cíclico pues sólo así el universo puede estar en equilibrio; difaman, naturalmente, la idea de un karma extinguible. - El karma -dicen- sirve como combustible inagotable del motor del ciclo infernal, e infinito, de vidas.
Para tu alivio, pues, —sé que odias cuando empiezo a pensar y pensar en alguna idea “rara”— un par de gorriones pasó delante de mí y me arrojó nuevamente a la realidad. Por unos días me ausenté del trabajo para poder volver descansado; aquel delirio con el espejo me había asustado. En el hospital nadie se molestó en investigar las causas de la muerte; cuando me llamaron dije que había sido una muerte natural y me creyeron.
Te he contado todo lo que sucedió tal cual aconteció, hermano mío. ¿Qué piensas al respecto? No puedo evitar reflexionar sobre mi posible error, un error de interpretación ¿Qué tal si me he equivocado al interpretar sus ojos? Me aterra pensar que he jugado a ser Dios. ¡A veces pienso que soy un asesino hermano! ¿Me amarías igual si lo fuera?  Espero que sepas comprenderme, tú que siempre has tenido una reputación intachable, tú que has sido siempre...

La carta continúa, pero sólo repite más alabanzas y pedidos de aprobación. Mi hermano fue siempre el más débil de los dos; se la pasaba dudando de su accionar y no podía sentirse conforme sin mi asentimiento. Yo, en cambio, soy el más fuerte y el líder del par. Siempre he hecho todo por mí mismo y muchas veces pequé de impulsivo.  De cualquier forma, cuando finalicé la lectura de la carta, no estaba seguro de lo que debía hacer. Examiné con cuidado todas las posibilidades y concluí que denunciar a mi hermano era la mejor manera de protegerlo.
Al día siguiente, fui a la comisaría y mostré la carta (también en aquel momento tuve que reescribirla, pero nadie lo hubiera notado pues podía imitar su firma a la perfección). Me pidieron mi declaración y me dijeron que se comunicarían con la policía en Argentina para que pudiera ser detenido cuanto antes. Sé que lo hicieron, pues días después compré un diario argentino en un café que frecuentaban turistas; en un pequeño recuadro de alguna página del lado izquierdo se informaba que un doctor del Hospital de Clínicas estaba siendo investigado por presunto homicidio doloso y que la policía no había podido encontrarlo hasta el momento. El plan estaba funcionando como esperábamos.
Días más tarde me citó el comisario, furioso, para acusarme de haber ocultado la información, a su entender fundamental, de que éramos hermanos gemelos. El comisario Acosta dudó de la veracidad de la carta y sugirió que yo podía ser el asesino. -Una simple prueba de caligrafía -le dije-, puede demostrarle que no fui yo quien escribió esa carta, sino mi hermano. Luego de la pericia, quedó satisfecho.
Meses pasaron y la investigación en Argentina ya había mermado; mi hermano seguía prófugo (nadie se había dado cuenta de que yo lo ocultaba en mi casa) y no había pruebas contundentes, además de la carta, que ligaran alguna de las muertes del hospital de aquel día con mi hermano.
Pasaron uno o dos años hasta que un día llegó un telegrama que informaba acerca del hallazgo del cuerpo de mi hermano en un hotelucho de Venado Tuerto, en la provincia de Buenos Aires. Viajé de inmediato, muy apenado, para llegar al entierro. A ningún pueblerino (¿a ningún “tuerto”?) le pareció inaudito que el difunto contara únicamente con la presencia de su repatriado hermano. El cajón estaba cerrado, como había solicitado, y cuando me preguntaron si quería ver el cuerpo me negué firmemente. Observé cómo enterraban el cajón que contenía el cuerpo de aquel infeliz, cuya identidad desconocíamos, pero del que imaginamos que había sido un tuerto con algún nombre, por qué no, también bello por simétrico: Otto o Reinier. Lloré convincentemente, aunque no fue necesario impostar ante alguien; antes de irme, arrojé sobre la tierra dos claveles rosados que robé, con disimulo, de otra tumba. El entierro sirvió, a su vez, de entierro simbólico, pues de verdad mi hermano estaba muriendo, para siempre, dentro de mí. Volví a Paraguay con la satisfacción y la alegría de saber que el caso había sido irrevocablemente archivado.
Continué con mi vida felizmente y envejecí sin ningún otro problema hasta que enfermé de un raro síndrome unos meses atrás. Dicen algunos que en el instante antes de morir uno puede vislumbrar toda su vida al mismo tiempo; otros, quizá más moderados, proponen un fenómeno en mi opinión más interesante: en el último instante de vida uno puede ver con claridad un día y una noche de su historia. La noche de ayer, creo yo, será la que veré. Me visitó a terapia intensiva el retirado Acosta. Después de veinte años, un nuevo cabo, revisando viejos archivos, se dio cuenta de que la carta de mi hermano era falsa ya que no tenía estampillas. Al avisarle al ex comisario este decidió investigar cómo y cuándo realmente yo había inmigrado a Paraguay. Al fin, alguien había descubierto mi plan; así me lo había propuesto, por eso no quise ejecutarlo a la perfección; de cualquier manera sé que ha sido uno de los más brillantes jamás realizados. La visita de Acosta me permite finalmente poder contarlo todo e inmortalizarnos en la historia. Estoy seguro de que él publicará esta declaración. Si la entrego a algún enfermero, este la desechará pensando que son alucinaciones por la morfina que me administran.
Quizá lo más llamativo fue que Acosta me preguntó por qué use el recurso del hermano gemelo, cuando podría haber utilizado otras tácticas, a su juicio, más inteligentes y más prácticas; -la carta, las estampillas, el doble rol de Remitente y Destinatario, son todas complicaciones -me dijo-. Le dije, le digo, que yo no lo he inventado, que mi hermano existió, pero fuimos un solo ser. El ex comisario no me creyó y razonó, como era de esperar, que mi insensatez se debía a la morfina.
Espero que ahora, cuando lea esto, entienda que mi hermano y yo siempre hemos coexistido; somos, o fuimos, dos almas encerradas en un mismo cuerpo, dos caras de la misma moneda. Mi hermano nunca pudo, o no quiso, darse cuenta de esta realidad; él creía que éramos dos personas totalmente distinguibles. Su única sospecha fue cuando se miró al espejo y vio su identidad distorsionada; el espejo no mostraba su reflejo, sino el mío. Fui yo quien cometió, o no, el error de interpretación, y por lo tanto soy el verdadero responsable de la muerte. Mi hermano, confundido, redactó esa carta, que es verídica y honesta, y yo vislumbré cómo podía utilizarla para sobrevivir y para formar parte de la historia. Temiendo que sus debilidades terminaran delatándonos, urdí una estrategia que, para su infortunio, incluía su completa eliminación; decidí forzarlo, en un momento de debilidad, a un eterno estado de latencia en el cuerpo que cohabitamos.
Ahora que he revelado toda la verdad, señor Acosta, sólo me resta pedirle un último favor a cambio de este escrito: si todavía estoy vivo cuando lo lea, en mi bolso encontrará el frasquito del ácido ciandiúrico; agregue dos gotitas a mi suero… ya sabe, para cerciorarnos de que haga efecto y porque la paridad es siempre más bella.


                                                                                                           Ariel Leira




[1] Esta carta la recibí el día 19 de Febrero del año 1981 o 1982, no recuerdo bien. No tenía remitente ni estampillas.
[2] Esta información es falsa, se debió haber confundido ¡Ningún doctor en la historia de aquel hospital había sido acusado de homicidio hasta veinte años después!

* Ignacio es estudiante de Biotecnología de la UNQ

miércoles, 15 de febrero de 2012

El Club De La Pelea (David Fincher, EEUU, 1999), por Patricio Oberst*

Este film nos revela de una manera muy singular, que lo que nos define como personas o seres humanos, no es lo que hacemos, sino lo que CONSUMIMOS. La película se enfoca en descubrir quién es verdaderamente uno.
El film cuenta la historia de un consumidor y sufridor de insomnio (Edward Norton), que cree que cuando uno no puede dormir, todo lo que gira a su alrededor es una copia de una copia. Durante un viaje de negocios conoce a un excéntrico y carismático vendedor de jabones llamado Tyler Durden (Brad Pitt). Juntos van a utilizar la violencia como un nuevo tipo de terapia de grupo, que va a desencadenar actos que llevarán a ambos a su destrucción.  
Si observamos detalladamente algunos fragmentos de la película, podemos ver que en nuestro  narrador, cuyo nombre desconocemos (expresa lo que siente bajo el seudónimo de Jack, nombre que saca de un artículo), empieza a gestarse su alter ego. Sus primeras apariciones son en el trabajo y, más importante todavía, en los lugares donde busca ayuda para curar su insomnio: cuando va al médico, el mismo le recomienda que vaya a los grupos de autoayuda, donde Tyler aparece otra vez. El alter ego, o su locura mejor dicho, se desata cuando su departamento explota, destruyendo así todas sus pertenencias. Esto lo vemos en una de las frases más importantes y relevantes de la película cuando Tyler le dice: “Sólo cuando perdemos todo, somos libres de hacer lo que queremos”.
Cuando Marla (Helena Bonham Carter) entra en la vida de Jack, la historia toma un rumbo totalmente diferente. Ella aparece en dos momentos muy cruciales: uno es cuando él  está empezando a superar su insomnio, convirtiéndose en adicto a los grupos de autoayuda, ya que es un farsante al igual que ella, (ésta podría ser la primera aparición de un doble en la película). La segunda vez que ella vuelve a aparecer, es cuando Tyler y Jack ya viven juntos. La aparición de Marla en la historia me recuerda a películas como El secreto de Mary Reiily o Pacto de Amor en las que una mujer es la que desencadena todos los problemas y lleva a nuestros personajes principales a la muerte.
El doble no sólo se refleja en nuestro narrador, sino también en el Club de la Pelea que él junto a Tyler han creado:
La primera regla del Club de la Pelea es:
Nadie habla sobre el Club de la Pelea
La Segunda regla del Club de la Pelea es:
Nadie habla sobre el Club de la Pelea”
Para Tyler uno llega a conocerse verdaderamente cuando pelea, es así que en el Club no importa si el que participa es gerente de una empresa y su rival un mozo de un restaurant. Allí son todos iguales.
El Club de la Pelea comienza como la desesperación y locura de “Jack”, que se convertirá en la salvación para otros.
Si luego de ver la película, volvemos a leer la primera frase: “La gente siempre me pregunta si conozco a Tyler Durden”,  sería otra forma de decir: “La gente siempre me pregunta si ME CONOZCO a mí mismo”.

*Patricio Oberst es estudiante.

miércoles, 8 de febrero de 2012

"Las ruinas circulares" por Raquel Alisio*

Johnny Depp en su interpretación
del sombrerero loco

Alicia suspiró fastidiada.
—Me parece que podría emplear mejor el tiempo— dijo —en vez de perderlo haciendo adivinanzas que no tienen respuesta.
—Si conocieses el tiempo tan bien como yo— dijo el Sombrerero —lo tratarías con más respeto
Alicia en el País de las maravillas
Lewis Carroll

“Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche”…
“Nadie”, pronombre indefinido que nos lleva a una focalización que provoca en el lector ambigüedad.
“Nadie vio la canoa de bambú…” “Nadie ignoraba que el taciturno venía del Sur…”
Nuevas marcas de vaguedad, ambigüedad, que anticipan el desdibujamiento entre realidad y sueño.
Narrado en tercera persona, el clima y lugar donde se desarrolla el cuento son atrapantes, juego onírico. ¡Historia fantástica de un hombre que sueña con otro hombre! ¡Un Adan de los sueños creado por otro ser soñado!
“No ser un hombre, ser la proyección del sueño de otro hombre; qué humillación incomparable, qué vértigo”…
El personaje es un hombre que venía del Sur y que besó el fango de tierras sagradas, había llegado a ese templo circular, que  había sido el dominio absoluto del Dios Fuego, donde todo es posible, donde la vida alcanza el grado máximo de purificación, purificación que sólo los nativos recuerdan.
“Quería soñar un hombre con integridad, con máxima pureza e imponerlo a la realidad”,
Merecedor de participar del Universo, lo creó desde la materia vertiginosa de los sueños, no desde la materia o el barro.
El soñador se constituyó como un semi-dios creador. El mismo tema desarrolla Borges  en el poema “El Golem”:
“El simulacro alzó los somnolientos
párpados y vio formas y colores
que no entendió, perdido en rumores
y ensayó temerosos movimientos…”
El soñador imploró que su “hijo” se pusiera de pie, pero nada de eso ocurrió.
Apareció el dios del Fuego, el dios del templo circular que hizo pacto con el soñador y le aseguró que su deseo se cumpliría al darle un corazón latente y que guardaría el secreto. Sólo ellos dos sabrían que era un ser soñado.
Sólo que debería partir hacia otro templo, aguas abajo, una vez que ese ser hubiera aprendido los ritos y todos los secretos del Universo. Templos repetidos e idénticos como los soñadores.
“No ser un hombre, ser la proyección del sueño de otro hombre.”
Comprendió con gran cansancio que él también era una apariencia, que otro estaba soñándolo…
“Cuando esté muerto, copiarás a otro
Y luego a otro, a otro, a otro, a otro…"
(“Al espejo”) Jorge Luis Borges.

*Raquel Alisio es docente retirada.