Asunción, 20/11/11
Ahora que estoy en mi lecho de muerte puedo
finalmente dar luz a lo que ha hecho mi hermano. Alguno me recordará como un
sagaz criminal; otro podrá decir que fui un enfermo psiquiátrico, y ambos no
estarán tan equivocados. Confío en que alguien dirá que fui un héroe. Lo cierto
es que no creo que haya otro caso como el mío en la historia y es por eso que
he decidido compartirlo con el mundo. Alguno intentará imitarme, pero sepan que
yo he sido el primero en hacer algo de estas características; si hay en la
historia un caso similar, es pura coincidencia y dudo que sea del mismo
calibre.
Antes que nada, quisiera enseñarle al lector
la carta que me envió mi hermano muchos años atrás. He decidido transcribirla
respetando todo lo que él quiso decir, aunque quizás añada algo o la edite un
poco, pues en definitiva su voz es ahora la mía.
[1]Querido Hermano,
Debo
pedirte que mantengas en absoluto secreto esta correspondencia, pues las
consecuencias de que alguien más que nosotros sepa lo que ocurrió pueden ser
fatales. He decidido relatarte lo que ocurrió como si fuera una reflexión
personal, como si hablara conmigo mismo pues, en definitiva, hablar contigo es
como hablarme en un espejo.
La
noche del 22 de este mes me encontraba haciendo guardia en el hospital, como
suelo hacer los viernes. Como te he comentado, en estos tiempos los argentinos
recurren más a clínicas privadas pues creen que tendrán un mejor servicio (¡Qué
bobos!), por tanto no había pacientes que ingresaran. Decidí dar un paseo por
las habitaciones del segundo piso, que suelen estar ocupadas por los enfermos
terminales que no reciben visitas a menudo. Recordé que en una de las
habitaciones estaba postrada una mujer que yo había atendido hacía unos meses;
sufría de un raro síndrome autoinmune que le fue paralizando todo el cuerpo.
Entré a verla. Al acercarme noté un peculiar brillo en sus claros ojos, una
extraña señal; encarcelada en esa prisión que llamamos cuerpo, diluida
infinitamente en la materia, su alma hacía un llamado desesperado. Su mirada,
sin embargo, transmitía serenidad; su ceño era inexpresivo y lucía una sonrisa
débil, de finos y pálidos labios que apenas dejaban ver una simétrica
dentadura. Cualquier torpe observador, bajo estos signos, sin dudas creería estar
viendo a la más sosegada persona. Pero tú y yo tenemos experiencia con gente
paralizada y sabemos que sus caras, al estar petrificadas, no sirven como
instrumentos de expresión. La clave siempre está en el par de ojos.
Aquella
noche alguien pudo, o no, notarlo. -Alguien -su alma se decía (esto creo yo)-,
debe ser capaz de oírme. Ese alguien fui Yo, aunque bien pudieras haber sido
Tú. En los ojos de aquella mujer oí su grito ahogado y enseguida comprendí cuál
era mi labor.
Al día
siguiente convencí a René de que la paciente debía ser trasladada a otra
habitación, donde otros no la molestaran. Un enfermero me ayudó a recostarla en
la camilla de la nueva habitación; le pedí que nos dejaran solos. La miré a los
ojos y le pregunté si hacía lo correcto: sólo pestañeó, o al menos eso creí
ver. Con mi mente impávida me dirigí hacia el cuarto de medicamentos del primer
piso, listo para enfrentar cualquier eventualidad. El cuarto estaba vacío, como
esperaba, y obtuve el frasco de ácido ciandiúrico sin complicaciones. Volví a
la habitación y trabé la puerta rápidamente. Sobre la mesa de luz, un florero
de cristal trabajado sostenía los cuerpos sin vida de dos claveles rosados.
Enseguida se me ocurrió que este sería el cáliz, así que tiré las flores en el
baño, me lavé las manos y llené el recipiente hasta la mitad con agua, que
sería el vino. Dos gotas del ácido serían el agua. Sabía que una bastaría, pero
quería estar seguro de que harían efecto y, además, como sabes, los números
pares siempre nos gustaron. Terminada la consagración, me acerqué sigilosamente
(no se por qué) y vi que su rictus seguía inmutable. Abrí su boca y noté, no
sin sorpresa, que su aliento olía levemente a menta; me recordó al té de
peperina de Mamá. Poco a poco, para no ahogarla (¡qué
irónico es mi hermano!), vertí la mitad
del líquido en su boca. Cuidadosamente había colocado una o dos almohadas
detrás de su espalda para que el líquido bajara con facilidad. Consumado el
sacramento, llevé el cáliz al baño y me vi en el espejo; descubrí algo raro en
mi mirada. Por un instante vi a un demente limpiando las pruebas de su crimen;
me pareció que tenía algún parecido con ese doctor prófugo acusado de homicidio
en el hospital donde tú trabajabas, que tú me has mencionado por teléfono y que
alguna vez mostraron en el noticioso que miro por la mañana[2] Luego entré en razón y
me convencí de que estaba haciendo lo correcto. Argüí que tantas horas de
trabajo no me estaban haciendo bien y que debía hablar ese mismo día con mi
jefe para tratar de reducirlas.
Volví a
la habitación y le tomé el pulso: demasiado débil, pero innegable. Me senté a
esperar en el sillón que estaba junto a la ventana. Encendí un cigarrillo no
sin antes dudar (¡qué estúpido!) de si le molestaría a la mujer. Recuerdo
cómo cada bocanada me tranquilizaba un poco más y me confirmaba que estaba
haciendo lo correcto. Una cálida brisa agitó delicadamente las cortinas
floreadas y fue imposible no acordarme de las de Mamá, de cuando vivía Mamá, de
cuando todavía podía hamacarnos en el patio, llevarnos a la escuela y coser por
las tardes... de sus días antes de la parálisis. De repente escuché ruidos en
el pasillo; arrojé mi cigarrillo por la ventana y le tomé el pulso: no sentí
nada. Nuevamente lo intenté. Un silencio apócrifo acompañó la ola helada que
recorrió mi cuerpo desde los pies hasta la nuca. Sentí agua en la espalda y mi
corazón latía férvidamente. A partir de ese instante el tiempo se tornó
inverosímil (¿o quizás ya lo era?); todo ocurría muy lentamente, pero mi
nerviosismo y mi ansiedad aumentaban sin control. Dios decidió hacer
infinitamente largos esos minutos de tortura. Quizá una parte de mí,
arrepentida, quiso castigarme. Observé su cara con atención y descubrí que su
mirada angelical ya no estaba; había desaparecido junto a su sonrisa y al
extraño brillo de sus ojos; un par lágrimas se secaban al final de su barbilla.
Hora de defunción: 2.00 PM. Aterrorizado, huí del hospital, que para aquel
momento ya era un laberinto de pasillos y de salas, en una escapada que pareció
durar dos o cuatro horas, aunque no debió haber sido más de un par de minutos.
Me
dirigí al parque que visito frecuentemente cerca de casa y me senté en el medio
de un banco. Abrí mi caja de Marlboro y vi que sólo quedaba un par de cigarrillos.
Me debo haber fumado ambos, aunque no lo recuerdo, pero sé que pronto todas las
dudas se habían disipado. Lo peor ya había pasado y ahora estaba sereno y
conforme con mi accionar. Reconocí cómo, aquella noche, hábilmente supe ver lo
que nadie más que nosotros hubiera podido.
Pude liberar un alma de su encierro terrenal y comprendí, en el parque,
que había cumplido un rol fundamental en el divino ciclo de las almas. Muchos
desearían conducir la barca a través del Aqueronte, pero esa noche fui
profusamente más relevante; debía estar orgulloso. Esa alma ahora estaba libre
para ocupar el cuerpo de una niña en Bruselas, o de un varón en las selvas de
Guatemala o, por qué no, de unos siameses en China, si es que los siameses
también comparten el alma. Por un momento me atormentó la idea de que aquella
alma pudiera haber ocupado el cuerpo de Mamá (¿te imaginas?) y yo, entonces,
sin darme cuenta, fui el guarda de su karma (¿no es análoga la trama acaso?).
Para los hindúes algunas historias se repiten en cierto número (par, seguramente) de vidas
consecutivas, hasta que el alma puede liberarse de su karma. Algunos físicos,
los más implacables, creen que el tiempo es indefectiblemente cíclico pues sólo
así el universo puede estar en equilibrio; difaman, naturalmente, la idea de un
karma extinguible. - El karma -dicen- sirve como combustible inagotable del
motor del ciclo infernal, e infinito, de vidas.
Para tu
alivio, pues, —sé que odias cuando empiezo a pensar y pensar en alguna idea
“rara”— un par de gorriones pasó delante de mí y me arrojó nuevamente a la
realidad. Por unos días me ausenté del trabajo para poder volver descansado;
aquel delirio con el espejo me había asustado. En el hospital nadie se molestó
en investigar las causas de la muerte; cuando me llamaron dije que había sido
una muerte natural y me creyeron.
Te he
contado todo lo que sucedió tal cual aconteció, hermano mío. ¿Qué piensas al
respecto? No puedo evitar reflexionar sobre mi posible error, un error de
interpretación ¿Qué tal si me he equivocado al interpretar sus ojos? Me aterra
pensar que he jugado a ser Dios. ¡A veces pienso que soy un asesino hermano!
¿Me amarías igual si lo fuera? Espero
que sepas comprenderme, tú que siempre has tenido una reputación intachable, tú
que has sido siempre...
La carta continúa, pero sólo repite más
alabanzas y pedidos de aprobación. Mi hermano fue siempre el más débil de los
dos; se la pasaba dudando de su accionar y no podía sentirse conforme sin mi
asentimiento. Yo, en cambio, soy el más fuerte y el líder del par. Siempre he
hecho todo por mí mismo y muchas veces pequé de impulsivo. De cualquier forma, cuando finalicé la
lectura de la carta, no estaba seguro de lo que debía hacer. Examiné con
cuidado todas las posibilidades y concluí que denunciar a mi hermano era la
mejor manera de protegerlo.
Al día siguiente, fui a la comisaría y mostré
la carta (también en aquel momento tuve que reescribirla, pero nadie lo hubiera
notado pues podía imitar su firma a la perfección). Me pidieron mi declaración
y me dijeron que se comunicarían con la policía en Argentina para que pudiera
ser detenido cuanto antes. Sé que lo hicieron, pues días después compré un
diario argentino en un café que frecuentaban turistas; en un pequeño recuadro
de alguna página del lado izquierdo se informaba que un doctor del Hospital de
Clínicas estaba siendo investigado por presunto homicidio doloso y que la
policía no había podido encontrarlo hasta el momento. El plan estaba
funcionando como esperábamos.
Días más tarde me citó el comisario, furioso,
para acusarme de haber ocultado la información, a su entender fundamental, de
que éramos hermanos gemelos. El comisario Acosta dudó de la veracidad de la
carta y sugirió que yo podía ser el asesino. -Una simple prueba de caligrafía
-le dije-, puede demostrarle que no fui yo quien escribió esa carta, sino mi
hermano. Luego de la pericia, quedó satisfecho.
Meses pasaron y la investigación en Argentina
ya había mermado; mi hermano seguía prófugo (nadie se había dado cuenta de que
yo lo ocultaba en mi casa) y no había pruebas contundentes, además de la carta,
que ligaran alguna de las muertes del hospital de aquel día con mi hermano.
Pasaron uno o dos años hasta que un día llegó
un telegrama que informaba acerca del hallazgo del cuerpo de mi hermano en un
hotelucho de Venado Tuerto, en la provincia de Buenos Aires. Viajé de
inmediato, muy apenado, para llegar al entierro. A ningún pueblerino (¿a ningún
“tuerto”?) le pareció inaudito que el difunto contara únicamente con la
presencia de su repatriado hermano. El cajón estaba cerrado, como había
solicitado, y cuando me preguntaron si quería ver el cuerpo me negué
firmemente. Observé cómo enterraban el cajón que contenía el cuerpo de aquel
infeliz, cuya identidad desconocíamos, pero del que imaginamos que había sido
un tuerto con algún nombre, por qué no, también bello por simétrico: Otto o
Reinier. Lloré convincentemente, aunque no fue necesario impostar ante alguien;
antes de irme, arrojé sobre la tierra dos claveles rosados que robé, con
disimulo, de otra tumba. El entierro sirvió, a su vez, de entierro simbólico,
pues de verdad mi hermano estaba muriendo, para siempre, dentro de mí. Volví a
Paraguay con la satisfacción y la alegría de saber que el caso había sido
irrevocablemente archivado.
Continué con mi vida felizmente y envejecí
sin ningún otro problema hasta que enfermé de un raro síndrome unos meses
atrás. Dicen algunos que en el instante antes de morir uno puede vislumbrar
toda su vida al mismo tiempo; otros, quizá más moderados, proponen un fenómeno
en mi opinión más interesante: en el último instante de vida uno puede ver con
claridad un día y una noche de su historia. La noche de ayer, creo yo, será la
que veré. Me visitó a terapia intensiva el retirado Acosta. Después de veinte
años, un nuevo cabo, revisando viejos archivos, se dio cuenta de que la carta
de mi hermano era falsa ya que no tenía estampillas. Al avisarle al ex
comisario este decidió investigar cómo y cuándo realmente yo había inmigrado a
Paraguay. Al fin, alguien había descubierto mi plan; así me lo había propuesto,
por eso no quise ejecutarlo a la perfección; de cualquier manera sé que ha sido
uno de los más brillantes jamás realizados. La visita de Acosta me permite
finalmente poder contarlo todo e inmortalizarnos en la historia. Estoy seguro
de que él publicará esta declaración. Si la entrego a algún enfermero, este la
desechará pensando que son alucinaciones por la morfina que me administran.
Quizá lo más llamativo fue que Acosta me preguntó
por qué use el recurso del hermano gemelo, cuando podría haber utilizado otras
tácticas, a su juicio, más inteligentes y más prácticas; -la carta, las
estampillas, el doble rol de Remitente y Destinatario, son todas complicaciones
-me dijo-. Le dije, le digo, que yo no lo he inventado, que mi hermano existió,
pero fuimos un solo ser. El ex comisario no me creyó y razonó, como era de
esperar, que mi insensatez se debía a la morfina.
Espero que ahora, cuando lea esto, entienda
que mi hermano y yo siempre hemos coexistido; somos, o fuimos, dos almas
encerradas en un mismo cuerpo, dos caras de la misma moneda. Mi hermano nunca
pudo, o no quiso, darse cuenta de esta realidad; él creía que éramos dos
personas totalmente distinguibles. Su única sospecha fue cuando se miró al
espejo y vio su identidad distorsionada; el espejo no mostraba su reflejo, sino
el mío. Fui yo quien cometió, o no, el error de interpretación, y por lo tanto
soy el verdadero responsable de la muerte. Mi hermano, confundido, redactó esa
carta, que es verídica y honesta, y yo vislumbré cómo podía utilizarla para
sobrevivir y para formar parte de la historia. Temiendo que sus debilidades
terminaran delatándonos, urdí una estrategia que, para su infortunio, incluía
su completa eliminación; decidí forzarlo, en un momento de debilidad, a un
eterno estado de latencia en el cuerpo que cohabitamos.
Ahora que he revelado toda la verdad, señor
Acosta, sólo me resta pedirle un último favor a cambio de este escrito: si
todavía estoy vivo cuando lo lea, en mi bolso encontrará el frasquito del ácido
ciandiúrico; agregue dos gotitas a mi suero… ya sabe, para cerciorarnos de que
haga efecto y porque la paridad es siempre más bella.
Ariel Leira
[1] Esta carta la recibí el día
19 de Febrero del año 1981 o 1982, no recuerdo bien. No tenía remitente ni
estampillas.
[2] Esta información es falsa,
se debió haber confundido ¡Ningún doctor en la historia de aquel hospital había
sido acusado de homicidio hasta veinte años después!
* Ignacio es estudiante de Biotecnología de la UNQ
* Ignacio es estudiante de Biotecnología de la UNQ
Un cuento fantástico en el que el suspenso y la ambigüedad como estrategias narrativas convocan al espejo en el que ya no nos queremos reflejar...
ResponderEliminarFelicitaciones, Ignacio!